La fuerza de la juventud y la clase obrera francesa se ha vuelto a desplegar con rotundidad en la huelga general convocada el 31 de marzo por los sindicatos CGT, FO, FSU y SUD y varias organizaciones estudiantiles, entre ellas la UNEF, paralizando París y otras ciudades. Más de 250 manifestaciones recorrieron las calles de todo el país con una participación de 1,2 millones de trabajadores y estudiantes, exigiendo la retirada del proyecto de contrarreforma laboral, conocida como ley Khomri (en alusión a la ministra de Trabajo), que pretende aprobar el gobierno socialdemócrata de Hollande-Valls en mayo, y que es rechazado por el 70% de la población.


El impacto de la huelga se hizo sentir desde primeras horas de la mañana con la parálisis casi total del transporte público, que provocó enormes atascos para entrar a París. El paro en los ferrocarriles fue fuerte, especialmente en los trenes de cercanías, circulando poco más de un tercio de los habituales, y en los trenes regionales, así como en las líneas de alta velocidad, algunas de ellas canceladas, al igual que numerosos vuelos en los aeropuertos de París y Marsella. Los periódicos no salieron, y edificios y monumentos emblemáticos como la Torre Eiffel no abrieron en todo el día. Los estudiantes han jugado un papel destacado en la jornada, paralizando tanto los liceos como las universidades y participando en las manifestaciones. El seguimiento de la huelga fue masivo en el sector público, pero también es destacable en empresas privadas clave como la petrolera Total o Air France.

Entre las consignas más repetidas en las manifestaciones destacan: “Khomri, Hollande, felpudo del patrón”, “Merecemos más que eso”, que es el grito de la juventud francesa que soporta una tasa de desempleo cercana al 25%. En las pancartas también se denunció el carácter de este ataque: “Un gran salto adelante hacia el siglo XIX” y “1916: carne de cañón, 2016: carne de patrón”.

Un movimiento impulsado desde abajo

La masividad de la protesta es proporcional a la gravedad del ataque. Esta reforma laboral, aplaudida por la patronal y que como señaló el diario Le Figaro “la derecha ni siquiera pudo imaginar cuando estaba en el poder”, implica la eliminación en la práctica de la ley de 35 horas, la ampliación de la jornada laboral, la reducción de las indemnizaciones por despido improcedente, la ampliación de las causas por las que se pueden hacer despidos colectivos (permitiéndolos aunque haya beneficios), se priorizan los convenios de empresa en detrimento de los convenios del sector... En definitiva, un ataque en toda regla que se ha convertido en el aglutinante de una protesta social en ascenso.

La huelga general ha sido una imposición desde abajo. De hecho, durante el mes de enero ha habido importantes movilizaciones de distintos sectores. Los funcionarios convocados por la CGT salieron a la calle contra la congelación salarial y la pérdida de empleos, una movilización con mucho impacto en la administración pública, el transporte y en el sector sanitario, donde incluso se incorporó el sector privado. También ha habido huelgas importantes del profesorado, de correos y de los trabajadores del comercio contra la apertura en festivos. El 31 de enero hubo manifestaciones en las principales ciudades contra las medidas represivas impuestas por el Gobierno y en defensa de los derechos democráticos. En este ambiente fue cuando se conoció el proyecto de ley. Sin embargo, la respuesta de las direcciones sindicales fue muy tibia, ni siquiera exigieron su retirada inmediata, ni llamaron a ninguna movilización. Pero en pocos días la situación cambió radicalmente. A través de internet se lanzó una recogida de firmas a favor de un manifiesto llamado “Ley de trabajo, no, gracias” que en dos semanas recogió más de un millón de firmas. Las organizaciones estudiantiles y juveniles exigieron su retirada y convocaron movilizaciones para el 9 de marzo —fecha en que se presentaría en el consejo de ministros— a la que los sindicatos tuvieron que sumarse exigiendo ya la derogación de la ley.

Solo este hecho hizo que el Gobierno retrasara sus planes al 24 de marzo. La jornada del 9, que coincidió con una huelga de ferroviarios, fue un verdadero éxito, con medio millón de jóvenes y trabajadores manifestándose en 200 ciudades del país. Previamente, se celebraron asambleas generales masivas en las principales facultades del país, en las que se exigía la retirada de la ley y se insistía en la importancia de la unidad con el movimiento obrero y en la continuidad de la lucha. Esta efervescencia y las críticas en la base sindical por la falta de iniciativa de sus direcciones fue lo determinante para que los sindicatos acabaran convocando la huelga general del 31 de marzo.

La reforma laboral es una exigencia de la burguesía francesa y europea, que, en un contexto de agravamiento de la crisis capitalista, sigue con su ofensiva contra las conquistas de la clase obrera. Posiblemente el gobierno de Hollande infravaloró la respuesta del movimiento obrero y de la juventud, creciéndose su propia propaganda sobre la supuesta derechización de los trabajadores. En los últimos meses, la derecha, la socialdemocracia y la prensa estaban volcados en una campaña para tratar de crear un clima de “unidad nacional” justificando medidas represivas con la excusa de hacer frente a los brutales atentados yihadistas. Parecía que la clase obrera no existía, y que las protestas masivas eran algo de un pasado remoto. Sin embargo, la contrarreforma laboral ha sacado a la superficie un malestar social que siguió acumulándose y que ahora amenaza en convertirse en un estallido fuera de control.

Maniobras y aislamiento social del gobierno Hollande-Valls

El Gobierno ha hecho varios movimientos con el objetivo de desactivar la lucha. El 14 de marzo se reunía con los sindicatos para anunciar algunas modificaciones en la reforma, sin tocar la esencia de la misma. La dirección de la CFDT, vinculada al PSF, se agarró a esta maniobra para descolgarse de la convocatoria de huelga general y tratar de trasladar una imagen de división sindical. Eso no impidió que la huelga fuera un rotundo éxito y que los trabajadores y toda la base sindical la siguiera masivamente. Tampoco lo impidió el anuncio del gobierno, pocos días antes de la huelga, de una ridícula subida salarial del 1,2% a los funcionarios, ni el aumento de la dotación para el llamado programa de “Garantía Juvenil” que subsidia a jóvenes en paro y sin formación. Todas estas concesiones del Gobierno lo que han hecho realmente es confirmar que la lucha tiene un efecto, animando al movimiento. Las movilizaciones de estudiantes y trabajadores no han parado, con jornadas de lucha importantes el 17 y el 24 de marzo, en las que centenares de miles volvieron a las calles.

El movimiento se siente fuerte y el gobierno de Hollande tiene la popularidad por los suelos (17%). Desde sus propias filas se levantan voces críticas, como la del diputado Pouria Amirshahi que dimitió de su escaño señalando que “…Francia no está gobernada por el ala derecha del PS, sino por neoconservadores”. La debilidad del gobierno y su aislamiento social se ha reflejado también en la retirada justo el día anterior a la huelga general de su reaccionaria reforma constitucional, en la que se recogía la retirada de la nacionalidad a los acusados de terrorismo.

La lucha actual entronca con el movimiento huelguístico masivo que en 2010 puso en jaque al gobierno Sarkozy y su reforma de las pensiones. Aunque dicha reforma no se retiró, aquel movimiento fue determinante para la derrota de la derecha y el ascenso electoral de Hollande en 2012. Desde entonces, la “gran esperanza” socialdemócrata que iba a cambiar Europa frente a la desalmada Merkel ha terminado aplicando todos los ataques a la clase obrera que el gobierno de la derecha no consiguió culminar y además ha dado una vuelta de tuerca en el recorte de los derechos democráticos más elementales. Es lógico que la frustración de las expectativas de cambio depositadas en Hollande tuviera un efecto en el movimiento, pero lo que está claro es que la clase obrera y la juventud han vuelto de nuevo con mucha fuerza a la escena.

La CGT ya ha anunciado nuevas movilizaciones para el 5 y el 9 de abril. Las espadas están en alto. Este movimiento tiene el potencial para convertirse en una potente rebelión social que haga temblar las bases del sistema capitalista, y que ya ha marcado un antes y un después en la situación política francesa.